Agustín de Iturbide. ¿Cual fue su delito?

Dizque lo reconocieron por su manera de ca­balgar. La verdad es que tampoco deseaba pa­sar inadvertido, no al menos mucho tiempo. Desembarcó en Soto la Marina el 15 de julio. Al parecer lo reconoció un comerciante de Durango, quien lo había visto en alguna ocasión en la Ciudad de México. De Durango también era aquel diputado, Santiago Baca Ortiz, que había difundido por cada pueblo la Memoria Político Instructiva de fray Servando Teresa de Mier. Promotores de la República en un pue­blo que durante trescientos años había vivido bajo el cetro de una monarquía. No eran mu­chos, pero ahora estaban en el poder y, para colmo, los grupos poderosos de las provincias terminaron apoyando una forma republicana de gobierno con tal de que se apellidara fede­ral. ¿República, federación? Si el propio fray Servando había gritado en el Congreso que se dejaría cortar el pescuezo si alguien en las galerías podía explicarle qué casta de animal era la República federada. No podía ser que a poco más de un año de la caída del imperio todos fueran republicanos. De seguro había muchos partidarios, no sólo de la monarquía sino del libertador, dispuestos a establecer un orden de cosas más conocido. El problema es que en Soto la Marina, aquel verano de 1824, el comandante se llamaba Felipe de la Garza, un viejo amigo de republicanos y revoltosos, como el propio Mier, como el chato Ramos Arizpe. Eso no era tan grave. Los políticos un día se afilian a una causa y al día siguiente a otra. El problema más grave era que De la Garza se pronunció en dos ocasiones en con­tra del Imperio y en ambas fracasó. Si no fue fusilado como traidor se debió a la gracia del emperador. Algún ingenuo pensaría que, pre­cisamente por eso, debía tener gratitud ante el hombre que lo perdonó; pero la humillación no se perdona.

 

Agustín de Iturbide se entrevistó con Fe­lipe de la Garza el 16 de julio. Le expuso los motivos que tuvo para regresar a México, aun­que quizá no todos. Le dijo que sabía de los planes de la Santa Alianza, de la intención de Fernando VII para armar una expedición con­tra México. Venía dispuesto a ponerse a las órdenes de la Patria. Entonces, fue notificado acerca del decreto de 23 de abril, expedido por el Congreso Constituyente, en el que se le de­claraba traidor si ponía un pie en México y lo condenaba, en ese caso, a la muerte. Iturbide insistió en que su delito era defender al país que él mismo puso en el concierto de las na­ciones civilizadas. De la Garza titubeó. Tenía frente a sí al autor del Plan de Iguala, no a cual­quier político ambicioso. El 18 de julio decidió enviarlo a Padilla, en donde estaba sesionando la Asamblea Constituyente estatal, para dejar en sus manos la difícil decisión de cumplir o no el decreto del Congreso Federal. Lo envió rodeado de tropas, pero no como preso, pues ordenó a sus hombres que obedecieran a tan distinguido mexicano.

Iturbide debió haber supuesto que las co­sas mejoraban. Había demostrado que su pres­tigio era enorme. Incluso, pidió que su mujer y los dos hijos que lo acompañaban bajaran del bergantín en el que habían llegado. Ana Huarte estaba preñada, a la espera de su décimo hijo, quien recibiría el mismo nombre que su padre, Agustín Cosme. Pertenecía a una de las familias más destacadas de Valladolid y su padre, Isidro Huarte, había sido el hombre más poderoso, por su riqueza e influencias, de la vieja intendencia de Michoacán. Agustín la desposó el 27 de fe­brero de 1805. Nacido en septiembre de 1783, pertenecía también a una distinguida familia de Valladolid, propietaria de algunas fincas ur­banas y rurales. Desde joven se inclinó por la carrera de las armas. Ingresó como alférez en el regimiento de infantería de Valladolid, al mando del conde de Rui. Carismático, estable­ció relaciones que después le serían de enorme • utilidad. Por supuesto, aprovechó los vínculos que su suegro tenía en la administración de la intendencia de Michoacán y el ayuntamiento de Valladolid. Si bien había participado en las maniobras militares que se hicieron en Xalapa frente al virrey José de Iturrigaray (y en las que estuvieron otros americanos como Ignacio Allende), Iturbide no mostró oposición a la vio­lenta destitución del virrey en septiembre de 1808, aunque se le vinculaba con las reuniones clandestinas que fueron descubiertas en Valladolid a finales de 1809, favorables a Iturrigaray y al proyecto de establecer una Junta Guberna­tiva en el reino.

El abrazo de Acatempan el 10 de febrero de 1821, selló la alianza entre acérrimos rivales para aprovechar la crisis del Imperio español a favor de la Independencia.
Oleo sobre tela de Román Sagredo 1870.

 

El proyecto más claro a favor de la inde­pendencia se manifestó en 1810 con la in­surrección de Miguel Hidalgo. Pese a que el párroco de Dolores ofreció al joven militar Agustín de Iturbide que se uniera a la insur- gencia o, al menos, no la combatiera, Iturbide no estaba dispuesto a aceptar la feroz violencia que amenazaba con destruir la riqueza de Nueva España. Como bien dijo a finales de 1821 a aquel abogado de Oaxaca, Carlos María de Bustamante, su respaldo a la emancipación no transigía con la insurrección popular: com­batió a los insurgentes y lo volvería a hacer si fuera necesario. El problema en 1824 era que en el poder había muchos hombres, como el propio Bustamante, que habían participado en aquella insurrección. En el ejecutivo se halla­ban los antiguos rebeldes Guadalupe Victoria y Nicolás Bravo, y hasta Vicente Guerrero era suplente. Por cierto, en Tamaulipas pasaba algo parecido: el nuevo gobernador era Bernar­do Gutiérrez de Lara, quien había simpatizado con Hidalgo y Morelos, y encabezó fuerzas in­surgentes en Texas, compuestas en buena me­dida por filibusteros y aventureros.

 

En verdad, Iturbide debía temer a aquellos republicanos. El 18 de julio, el Congreso Cons­tituyente de Tamaulipas ordenó a Gutiérrez de Lara que cumpliera con el decreto federal. Quienes habían sido insurgentes no podían olvidar con facilidad la fama adquirida por el joven comandante realista michoacano, tan comprometido con el orden virreinal, tan te­naz en su persecución de rebeldes. Iturbide pa­gaba con sus propios recursos incentivos para las tropas, construyó una eficiente red de co­rreos y de espías que le permitieron diseñar es­trategias contrainsurgentes. Durante la guerra se acostumbró a la vida difícil de la campaña. Pasó hambres, enfermó. Obligó a sus soldados a marchar largas jornadas. Sus esfuerzos no fueron vanos. Derrotó a Ramón Rayón, muy cerca de Salvatierra. Consiguió engañar al tai­mado Albino García, a quien fusiló y descuar­tizó como escarmiento.

 

La frágil unidad nacional en tomo al Plan de Iguala, estalló en pedazos apenas instalado el Congreso constituyente. Óleo sobre tela, anónimo, «Solemne y pacifica entrada del exercito de las Tres Garantías en la capital de México el día 27 de setiembre de 1821». Museo Nacional de Historia, INAH

Junto con Ciríaco del Llano, Iturbide impi­dió que José María Morelos ocupara Valladolid. Poco después, capturó a Mariano Matamoros, a quien fusiló en febrero de 1814. Por supues­to, la fama de ser un decidido soldado del rey era difícil de olvidar; pero siendo comandante del Bajío llegó a ser reconocido por otras dos características que hubiera preferido evitar: ser sanguinario y corrupto.

Respecto a lo primero, Agustín de Iturbide no era extraordinario. Numerosos jefes rea­listas e insurgentes ordenaban fusilamientos sin contemplaciones. El propio cura Morelos lo hacía, cuando no eran capaces de frenarlo Matamoros y los Bravo. Después de todo, la insurrección iniciada en 1810 se convirtió en una guerra civil, atroz como todas, destructiva y terrible. La novedad en el caso de Iturbide, y lo que parecía más inmoral en aquella época, fue la aplicación de tácticas contrainsurgentes muy adecuadas para quitar apoyo a las guerri­llas del Bajío. En vez de atacar a esos grupos de frente, Iturbide empleó un sistema de espías para emboscarlos. Actuaba de la misma mane­ra que lo hacía la guerrilla, pero iba más lejos. Si los insurgentes ponían su atención en cortar las líneas de abastecimiento del ejército, Itur- bide haría algo parecido: destruir lo que hoy llamaríamos las «bases sociales de la guerrilla». Destruyó pueblos y villas, acusándolas de pro­porcionar víveres a los rebeldes. Hizo prisio­neras a numerosas mujeres que no tenían más delito que apoyar a sus maridos e hijos que se habían ido a campaña a pelear por la libertad.

Respecto a los cargos de corrupción, Iturbide, como otros jefes militares realistas e in­surgentes, encontró que podía «dar protección” a terratenientes, comerciantes y mineros, a cambio de dinero «para la causa”. En el caso de Iturbide, parece que en efecto disponía de ma­nera ilegal de caudales que no le pertenecían y, como otros, vigilaba las conductas de plata a cambio de pago, pero no por ambición vul­gar sino para ocupar ese dinero en sus tropas. Recuérdese que había dispuesto su no escasa fortuna personal para el mismo destino, aun­que eso no lo eximiera de un comportamiento criminal. Cuando en 1816 fue acusado de esos y otros cargos, ni siquiera los poderosos ami­gos que tenía en la Audiencia impidieron que se le quitara el mando de tropas. Si Iturbide se había ganado enemigos y hecho de mala fama entre los que entonces eran defensores del rey, qué podía esperar de quienes habían sido in­surgentes.

En efecto, el 19 de julio de 1824, muy de mañana, Gutiérrez de Lara actuó como era de esperarse: rechazó cualquier argumento de Iturbide, lo hizo prisionero y lo presentó ante el Congreso tamaulipeco. Los constituyentes ordenaron la comparecencia de Felipe de la Garza, para pedir explicaciones acerca de por qué no había ejecutado el decreto federal y para ordenarle que lo cumpliera sin tardan­za. Iturbide expuso de nuevo sus argumentos, acerca del peligro que representaban las mo­narquías de la Santa Alianza y de las intencio­nes españolas de organizar una expedición de reconquista; pero no convenció a nadie. Recu­rrió también a su prestigio. Era su última car­ta. Recordó sus trabajos por la Independencia, algo que nadie podía escatimar, y en especial sus exitosos esfuerzos para unir voluntades, para conciliar extremos.

En 1820, cuando vivía en la Ciudad de México y se codeaba con los principales políticos, pensadores y gente de influencia de la capital virreinal, Iturbide conoció las noticias del restablecimiento de la Constitución de 1812 en todos los dominios que le quedaban a la monarquía española. La primera vez que se aplicó, ese documento constitucional había ocasionado muchos dolores de cabeza a los defensores del orden colonial, pues la libertad de prensa y los procesos elec­torales dieron protagonismo a muchos partidarios de los in­surgentes. En 1814, Fernando VII declaró abolida la Consti­tución, pero la bancarrota de la monarquía y las conjuras liberales consiguieron que fuera restablecida. Las condi­ciones de Nueva España pare­cían diferentes a las que había tenido el virreinato la primera vez que se aplicó. Los insur­gentes estaban reducidos a unos cuantos grupos guerri­lleros que controlaban el sur de la intendencia de México o permanecían atrincherados en fortificaciones en las islas de lagos y ríos o en la cúspide de montañas de difícil acceso. El reino no estaba en paz, como anunciaba el virrey Juan Ruiz de Apodaca, pero el orden establecido no corría peligro por los rebeldes. Las divisiones estaban en otros lados.

 

Coronación de Iturbide en la Catedral de México el día 21 de julio de 1822. A pesar de las reticencias y forcejeos, el Congreso aceptó la monarquía constitucional. Museo Nacional de Historia INAH

Durante sus años en la Ciudad de México, Iturbide había convivido con partidarios del orden constitucional, como los que se reunían en casa de Ignacia Rodríguez de Velasco, la Güera, pero también con destacados serviles, como ellos mismos aceptaron llamarse, como los que se reunían en los ejercicios espiritua­les del Oratorio de San Felipe Neri. Sabía que muchas personas repudiarían la Constitución, por considerarla contraria a la religión, mien­tras que otras la apoyarían. Habría quienes creyeran que el régimen constitucional debía ser más radical, hasta eliminar la figura del monarca. Muchos estaban descontentos por­que la igualdad prometida por los españoles a los americanos no se cumplía. Sabía que esas tensiones podían ocasionar en cualquier mo­mento una insurrección tan desastrosa como la que él combatió. Las noticias que su protegi­do José López le enviaba de España, respecto a la existencia de numerosas facciones (comu­neros, exaltados, absolutistas, doceañistas) que se enfrentaban y conspiraban, le hicieron temer que el nuevo orden constitucional no dura­ría y que ocasionaría más con­flictos. Por supuesto, Iturbide no estaba solo. Numerosos mi­litares, propietarios, liberales y serviles, estaban pensando lo mismo: más valía desatar los lazos que unían al virreinato con la metrópoli, como había propuesto el abad Dominique de Pradt. Iturbide había plati­cado ya sobre estos temas con muchos amigos, entre quienes había destacados defensores de los intereses americanos, como su compadre Juan Gó­mez de Navarrete, y militares con quien tenía una enorme confianza, como Manuel Gó­mez Pedraza.

Cuando el viejo coronel Gabriel de Armijo solicitó retirarse del sur, en donde combatía a Vicente Guerrero, apareció la oportunidad para Iturbide. Designado comandante en la región, de inmediato se puso en contacto con su enemigo. Los diputados que salían rumbo a España fueron informados por Gómez de Navarrete y Gómez Pedraza de las intenciones de Iturbide para proclamar un Plan de Inde­pendencia. No pudieron esperarlo, pero en Madrid trabajaron para establecer una monar­quía en México, encabezada por un miembro de la casa reinante española y bajo un orden constitucional. En Iguala, Iturbide se pronun­ció por lo mismo, con el apoyo de Guerrero, en febrero de 1821. Si bien en un principio tuvo más reveses que triunfos, poco a poco fue ga­nando voluntades. Negoció, ofreció, dijo que sí a casi todos. La bandera de religión, inde­pendencia y unión fue enarbolada en todas las plazas. Los más fervorosos serviles quedaron satisfechos con la separación de una metrópoli que estaba tomando medidas en contra de los privilegios de las corporaciones eclesiásticas; los liberales aceptaron la propuesta de man­tener la vigencia de la Constitución de r8i2 en lo que una asamblea representativa redac­tara una propia; los defensores del rey no vie­ron problema alguno en pedir que la corona del imperio mexicano quedara en manos de Fernando VII o alguien de su familia; algunos insurgentes aceptaron la independencia bajo estas condiciones.

¿Qué otros méritos podían exigir a Iturbi- de los señores diputados del Congreso de Tamaulipas? La independencia se consiguió ape­nas siete meses después del pronunciamiento de Iguala. Juan O’Donojú, último capitán ge­neral de Nueva España, firmó con Iturbide el Tratado de Córdoba en agosto. Iturbide cum­plió su promesa: reunió una Junta Gubernati­va que declaró solemnemente el nacimiento de México y convocó elecciones para un Con­greso Constituyente. Los republicanos podían acusarlo de ambicioso, por haberse coronado, pero debía decirse a su favor que cuando Es­paña rechazó el Tratado de Córdoba, había un enorme respaldo para que quien ocupara el trono fuera el autor de la Independencia.

Es muy difícil hacer un balance del pri­mer gobierno que tuvo México como estado independiente. Iturbide encabezó un imperio, primero como regente y luego como empera­dor, en el que no había recursos para pagar tropas ni sueldos de los empleados públicos. Muchos productores lo apoyaron por la promesa de reducir o eliminar impuestos y car­gas tributarias que después le hicieron falta como gobernante. La delincuencia azotaba a la población y no había un sistema de admi­nistración de justicia que le permitiera actuar; de ahí que solicitara al Congreso el estableci­miento de tribunales militares, medida que fue rechazada por los constituyentes. Se debe señalar que los republicanos en la época del Imperio eran muy pocos y que el respaldo a la monarquía constitucional como forma de gobierno era casi unánime, pero Iturbide tuvo problemas con los parti­darios de la República desde un principio. En noviembre de 1821 descubrió una pri­mera conspiración, en la que participaban Josefa Ortiz de Domínguez y Guadalupe Vic­toria. Poco después, Servando Teresa de Mier, Vicente Ro- cafuerte y el enviado colom­biano, aunque veracruzano, Miguel Santa María, promo­vieron la caída del imperio. En agosto de 1822, Iturbide envió a la cárcel a los diputa­dos conspiradores y pidió la salida de Santa María. La medida fue respaldada por numero­sas representaciones de villas, pueblos y ciuda­des. Sólo unos cuantos se opusieron, como el propio Felipe de la Garza.

Pese a todos estos problemas, Iturbide trabajó por el engrandecimiento de su patria. Desde un comienzo puso sus miras en la in­corporación al Imperio de territorios que no formaban parte del núcleo central de Nueva España. Por ello, promovió que las Provincias Internas se adhirieran al Plan de Iguala (el propio Humboldt calculaba que el virreinato llegaba por el norte al paralelo 31), lo mismo que Centroamérica. Incluso, llegó a conside­rar la pertinencia de que el imperio incluyera al Caribe español, para integrar así a toda la América Septentrional. Estas ambiciones segu­ramente fueron vistas por Simón Bolívar, por

lo que trabajó con Santa María en la caída del emperador. Por el contrario, y pese a la opinión de numerosos autores, Joel Poinsett, quien visi­tó México en 1822, no participó en las conjuras contra Iturbide.

Por supuesto, el emperador también actuó de manera autoritaria. Arbitrariamente, disol­vió el Congreso en octubre de 1822 y reunió una Junta más pequeña. En di­ciembre, otro joven ambicioso, vinculado con conspiradores republicanos, Antonio López de Santa Anna, se pronunció en contra de la monarquía. No consiguió su objetivo, pero al menos fue el responsable de que el emperador enviara tropas a Veracruz y gastara los pocos recursos que le que­daban. Cuando Antonio de Echávarri se percató de que no podría derrotar a los rebel­des y de que podía ser desti­tuido en cualquier momento, se pronunció por una salida que parecía aceptable para todos, mantener el imperio y convocar un nuevo congreso. No hay evidencia de que fuera la masonería del rito escocés la que promovió el Plan de Casa Mata para derrocar a Iturbi- de; pero el resultado fue ése. Un artículo del Plan otorgaba a la diputación de Veracruz fa­cultades de gobierno en tanto se restablecía el orden. Las demás provincias apoyaron el Plan para tener esas mismas facultades. Era el prin­cipio del federalismo. Iturbide, que tan bien apreció las condiciones del país, no pudo ver las demandas de las regiones. El 19 de marzo de 1823, abdicó y aceptó salir del país. Estu­vo en Italia, en donde escribió sus memorias, y luego en Gran Bretaña. En Europa se percató de las intenciones españolas para recuperar su más preciada colonia y el respaldo que varias monarquías le daban. Entonces regresó a Méxi­co. ¿Cuál era su delito?

Iturbide fue fusilado en Padilla, Tamaulipas, el 19 de julio de 1824. Se dice que sus últimas palabras «Mexicanos, ¡Mexicanos, muero con honor por haber venido a ayudaros y gustoso porque muero entre vosotros!». Museo Nacional de Historia INAH.

 

Los constituyentes de Tamaulipas no ce­dieron. A las tres de la tarde, le comunicaron a Iturbide que sería ejecutado. Iturbide pidió un día más, que le fue negado. Confesó y escribió unas notas. Parecía inconcebible que el autor de la Independencia muriera fusilado sin su­mario, sin atender argumentos. Por supuesto, Iturbide no quiso recordar aquella tarde la co­rrespondencia que en los meses recientes ha­bía mantenido con Antonio de Narváez, admi­nistrador de su Hacienda de la Compañía. Nar­váez y Manuel Reyes Veramendi encabezaban un grupo de conspiradores que promovía el regreso de Iturbide, descubierto por el gobier­no en abril. La lista de implicados incluía a nu­merosos militares. Incluso, se asoció al rebelde Vicente Gómez, el capador de gachupines, con el regreso de Iturbide. Luis Quintanar y Anas­tasio Bustamante, defensores de la soberanía de Jalisco, también se hallaban implicados. No es que pretendieran coronar al depuesto emperador, pero sí favorecían que regresara a “ocupar el lugar que la patria quisiera otorgar­le». El problema es que la Patria o, mejor dicho, quienes la representaban en el Congreso, deci­dieron que su lugar era frente al pelotón de fu­silamiento. Cuando los constituyentes fueron enterados por los secretarios de Relaciones y de Guerra, Lucas Alamán y Manuel de Mier y Terán de la existencia de numerosas conspi­raciones en contra del gobierno y a favor de Iturbide, decretaron que si regresaba al país estaría fuera de la ley y sería ejecutado.

El decreto se cumplió el 19 de julio de 1824. Muchos pensaron que la República se había salvado. Para otros, para muchas generaciones más, se trató de un parricidio. “En el acto mis­mo de mi muerte -fueron sus postreras pala­bras- os recomiendo el amor a la patria”, una patria impensable sin Agustín de Iturbide.

 

Autor: Alfredo Avila. UNAM

 

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